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Ermanno Olmi

Las armas del oficio

por 

- La modernidad, el pasado, el campo, las mujeres, los niños. El director italiano habla de su última película y de la búsqueda de un momento para seguir “cantando detrás de los biombos”

Mira el vídeo de la entrevista

Mientras navegaba en la red buscando qué se dice en el mundo sobre Ermanno Olmi, y también qué ha dicho él antes y ahora sobre la película – Cantando dietro i paraventi (Cantando detrás de los biombos)- que está terminando de montar en los antiguos estudios de Dinocittà (estudios Roma, hoy), rodada en un clima tempestuoso en Montenegro, caí en una entrevista en Internet que también puede escucharse en audio: “Las guarderías infantiles – dice el director, lanzando una verdadera invectiva - son campos de concentración para niños”.
El tema no tiene nada que ver con la película sobre la que quiero entrevistarlo, pero esta furia contra una institución que nosotras las mujeres siempre hemos considerado benemérita me despierta la curiosidad, por lo que empezamos la conversación con esto y luego volveremos a las conclusiones.

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“Recalé en esos campos de concentración – relata Olmi y nuevamente se acalora - mientras rodaba una película, en 1983, sobre las grandes ciudades de Europa. Una obra colectiva, Angelopoulos se ocupó de Atenas, Ken Russell de Londres, yo de Milán. Y en esta ciudad, que además es la mía, visité todos los lugares donde transcurre la vida, pero en los que tal vez uno nunca ha estado. Incluso las guarderías infantiles, esas cárceles a las que se lleva por la fuerza a inocentes cada mañana, poco después de las 6, arrancándolos del calor del hogar, del seno de sus madres. Casi doce horas más tarde se recoge a estos niños depositados ahí. Sentí vergüenza al ver que en mi ciudad se trata así a los niños, sólo para adecuarse a los ritmos de la industria. Aliviaba los sufrimientos algún abuelo voluntario, porque alguien debía haberse dado cuenta de que se necesitaba por lo menos una figura capaz de expresar memoria, de dar la sensación de que una comunidad había esperado que tú nacieras. Pero se peleaban por los abuelos prestados, porque todos querían uno en exclusiva. Algunos parientes colectivos, como las vigilantes, se esforzaban por aparentar, en pocas palabras, no querían saber nada.”
br> No quiero polemizar en nombre del derecho de la mujer a la libre elección porque en las palabras de Olmi sobre las guarderías, como por lo demás en toda su obra, no encuentro un pensamiento reaccionario. Por el contrario, incluso con toda su ambigüedad, hay una polémica contra el hecho de aceptar sin un espíritu crítico la modernidad, contra aquellos que la sufren porque consideran que es sólo y sencillamente progreso. Y hay también un desafío a la pretendida omnipotencia de los criterios vigentes de valor en la cultura, a su eficiencia, que Olmi pone abiertamente en discusión. No sé si yo me he tomado siempre así las obras de Olmi. Ahora que los contrarios a la globalización nos han enseñado tantas cosas y que el mundo se está desarrollando de forma que da miedo, entiendo mejor su mensaje. Entiendo también su insistencia en el mundo rural, una zona social que ha quedado a la sombra y que sólo ahora vuelve a ver la luz porque se descubre que la cuestión agraria es un asunto de mucha actualidad y fundamental para la humanidad. Olmi, con El árbol de los zuecos, lo propuso con un estilo casi provocador, porque esa película sobre campesinos la rodó en el momento en que más confianza se tenía en el desarrollo industrial, en la innovación tecnológica, cuando se pensaba que los campesinos eran una especie en vías de extinción definitiva.

“Cuando nací era bizco –me cuenta-. De ciudad, porque mi padre era ferroviario; de campo, por parte de madre. Pero como mi padre era antifascista y en el 34 lo despidieron de los ferrocarriles, terminé por pasar largos períodos con los abuelos maternos, en donde al menos había comida. De la infancia recuerdo los olores, porque en el campo cada estación huele diferente. En Milán sólo huele a una cosa: a aceite de coche. El campo se me quedó dentro porque en él sobrevive el sentido de comunidad, y es entonces un lugar en el que me siento protegido. Puede parecer que quiero racionalizar sentimientos que no pertenecen a la razón, pero lo único que quiero decir es que el hombre es más árbol que ordenador, más olor a establos y prados que a desodorante de baños. Los olores y los sonidos, escribía Goffredo Parise, son las vibraciones del alma, y por eso son más persistentes. En la ciudad me faltan, no oigo el canto de las mujeres, no huelo los olores de los bosques y prados, una seguridad que ningún prozac te puede dar”. Esta insistencia tuya en los cantos de las mujeres, ¿tiene algo que ver con el título de tu próxima película, Cantando dietro i paraventi?
“Sí, mucho. La película es la historia de una mujer que cumple una tarea muy dura, de guerra, pero ella y sus compañeras siempre saben encontrar un momento para cantar –detrás del biombo-, porque así pueden expresar lo que son, y expresar la alegría de vivir. Es una historia del pasado. Hoy ya no canta nadie, ni siquiera las mujeres. El canto está desapareciendo.”

¿Por qué haces nuevamente una historia de guerra, después de El oficio de las armas? Es cierto que también en ésta los protagonistas terminan siendo los zuecos, la cotidianeidad material de la guerra para los pobres desgraciados que tienen que luchar en ella, pero no deja de ser una historia de armas.
“Tampoco ésta es exactamente una historia de guerra, aunque haya cañones asesinos. Pero es que la pluma puede ser más asesina todavía, aunque si me acerco con un cañón sospechas y sientes miedo, y de la pluma no. Convivimos todavía con todo tipo de armas medievales, que llevan a la muerte cuando no hay comunicación, armonía, cuando no hay ya tiempo para cantar detrás de los biombos. Sólo puedo recuperar las ganas de cantar si no uso cañones ni plumas como arma, porque no necesito defenderme, porque vivo en armonía.”

¿De dónde ha sacado la historia de la película?
“Leí textos ingleses conservados en los archivos de Pequín sobre la piratería china entre 1600 y 1800. No se trataba únicamente de malvivientes, también había jóvenes de buena familia que practicaban la piratería como actividad normal para ganarse la vida. Sin importarles las consecuencias posibles de esta profesión, como también lo hacen hoy los agentes de bolsa, los banqueros, los que contratan la construcción de una fábrica de productos químicos (también hoy se considera que los dueños de la Bohpal que explotó en la India son caballeros respetables). Además, entre los piratas de aquellos tiempos hay personajes maravillosos, el abad Caracciolo, por ejemplo, que quería construir la ciudad de la utopía y que terminó por hacerla en una pequeña isla. Bueno, rebuscando en estos textos chinos encontré a la viuda Chin, una pirata que viajaba con sus niños en su barco como si se tratase de una granja en Lombardía. Un gran poeta chino celebra a estas figuras de mujeres guerreras por necesidad y dice que después del conflicto entre la flota imperial y la pirata, las mujeres volvían a cantar detrás de los biombos”.

¿Los actores?
“Todos chinos menos un par de ellos, Carlo Pedersoli (Bud Spencer), por ejemplo, que hace de pirata como si estuviera jugando en un equipo de fútbol. Pero cuidado, la película no es la evocación de un momento histórico, del pasado. Es una narración que tiene como objetivo entretener al espectador. Evoca un fragmento del pasado para traerlo al presente, pero quiere ser divertida, o mejor dicho, un momento de conmoción en función de un mensaje. Digamos, un instrumento para la memoria, para volver a cantar detrás de los biombos. Quiere mostrar a mujeres que dan seguridad a los hombres aunque sean las protagonistas, guerreras por añadidura. Jun Ichikawa, que interpreta a la viuda heroína, dirige incluso un ejército. Eso sí, no hay guarderías.”

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