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PELÍCULAS / CRÍTICAS

Kinshasa Kids

por 

- Marc-Henri Wajnberg presenta una improvisación musical de ritmo desenfrenado protagonizada por niños abandonados en la capital del Congo.

Artículo 15: apañáoslas. Eso parece murmurar Kinshasa, llena de vida y música. El artículo 15 forma parte de la mitología del Congo, es una especie de filosofía de la resiliencia: arréglatelas por tu cuenta, que Dios no tiene por qué ayudarte. El artículo 15 es el que cantaba hace 20 años en La Vie est belle Papa Wemba (que hace un cameo) y es también el que parece guiar los pasos de Marc-Henri Wajnberg, el “blanco” (como lo llaman en la cinta) que se fue a filmar a los músicos de Kinshasa y se vio superado por la bulliciosa juventud de la ciudad. Igualmente impresionado se siente el espectador con la escela de exorcismo colectivo que abre Kinshasa Kids [+lee también:
tráiler
entrevista: Marc-Henri Wajnberg
ficha de la película
]
: unos 25.000 niños deambulan por las calles de la capital de la RDC, la mayoría de ellos abandonados por su propia familia, acusados de brujería. Estos niños viven en grupo y constituyen auténticos regimientos para protegerse unos de los otros y, sobre todo, de los adultos, que no tienen ningún escrúpulo a la hora de pegarles o robarles sus escasas posesiones (un plátano, un par de chanclas…). Estos niños son llamados Shegués, una lejana alusión al Che Guevara, puesto que son guerreros. “Motas de polvo de ciudad” los llamana Moussa Touré en un documental en 2004.

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Ellos son los protagonistas de la película de Marc-Henri Wajnberg: un proyecto híbrido, una especie de docuficción que se inclina hacia la ficción, como el propio director afirma; un proyecto bullicioso como Kinshasa, con dos puntos de apoyo: los niños y la música. Naturalmente, ambos van cogidos de la mano. El grupo de niños callejeros, a quienes conocemos gracias a la intermediación del pequeño José, huido de la ceremonia de exorcismo, está empeñado en organizar un concierto para conseguir dinero que les saque de la miseria. Se las arreglan para sacar adelante su proyecto bajo la tutela lunar de Bebson, un perdedor magnífico, místico, tan alto como delgado, un genio tardío, que va de aquí para allá por las calles indolente y ligero. En toda la ciudad resuena la música, clásica o tradicional, polifónica o meramente rítmica, rap, raggamuffin o incluso notas de piano con ecos de Sinner Man, de Nina Simone, y cuya energía, subida de decibelios, amplía su alcance al ritmo intrínseco de la ciudad.

El montaje de la película fue de todo menos sencillo. El director se tropezó en multitud de ocasiones con lo absurdo de la sociedad congolesa: autorizaciones de rodaje que no permiten filmar, corrupción, niños que sueñan en voz alta con ser policía o político para robar tranquilamente, indigencia material, falta de educación, supercherías y la fatalidad de generaciones de niños vagabundos que echan mal de ojo a sus propios hijos callejeros. Wajnberg viajó en seis ocasiones a Kinshasa, donde terminó instalando a la banda de críos en una casa durante un año, mandándolos a la escuela y pagándoles las clases de música.

Al final, uno termina de ver Kinshasa Kids con la sensación de haber sido un testigo privilegiado de un proyecto fuera de lo común, inclasificable, que mezcla despreocupadamente documental y ficción y se da el capricho de incluir paréntesis hechizados, animados o coreografías. La película evita ser pesada en todo momento, algo que tener en cuenta dada la temática, y carece de sentimentalismo y paternalismo, consiguiendo captar la energía de estos niños posicionándose ora detrás, ora con ellos. Kinshasa Kids goza de la misma libertad de una improvisación musical. Vale la pena.

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