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PELÍCULAS / CRÍTICAS

Ayer no termina nunca

por 

- De todo tipo: social y personal. Así se encuentran los dos únicos personajes de una película valiente, arriesgada, irregular y muy dolorosa sobre el momento terrible que vivimos.

Isabel Coixet no quiere que se sepa mucho de su película, desea que el espectador se sorprenda, que no llegue contaminado por demasiada información, por esos trailers que habitualmente destripan argumentos y fulminan el factor sorpresa. Por eso el cartel de su nuevo film ofrece una imagen -la de una mujer vista a través de un cristal traslúcido- borrosa, sugerente, enigmática.

Ese aire de misterio e irrealidad y, a la vez, contundente crudeza planea sobre todo el metraje de Ayer no termina nunca [+lee también:
tráiler
entrevista: Isabel Coixet
entrevista: Isabel Coixet
entrevista: Javier Camara
ficha de la película
]
, manifiesto anti crisis de una cineasta que ha demostrado en trabajos anteriores como el documental Escuchando al juez Garzón o su intervención en la coral ¡Hay motivo!, que la realidad social le interesa y, desde su tribuna, quiere denunciarla.

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Ahora, con este título que se presenta en el Festival de Berlín 2013 acude a la ficción para despacharse a gusto contra la deshumanización, los recortes en ámbitos sociales fundamentales como la sanidad pública o el rencor que nos están inoculando desde las clases políticas. Un mal rollo que acaba siendo el motor de una película claustrofóbica y saturada de reproches, donde dos únicos actores - Javier Cámara (habitual en la filmografía de la directora catalana) y Candela Peña- encarnan a una pareja que arrastra el lastre de cosas que nunca se dijeron.

Y ahora, cuando se encuentran tras años sin verse, el volcán interior entra en erupción y la lava les salpica, abriendo viejas heridas. Como metáfora de la sociedad actual y sus desolaciones, la cineasta coloca a sus actores en unos parajes solitarios, fríos y vacíos -al estilo Tarkovskiy- que acentúan el estado anímico general del conjunto: páramos extraños y a la vez fascinantes, retratados unos en color y otros en blanco y negro. Los primeros representan el mundo oficial, los segundos lo que los personajes piensan y callan, pero que les gustaría gritar, algo que no hacen por pudor, educación, costumbre o por no dañar demasiado al contrincante.

El duelo entre Cámara y Peña se convierte así en un continuo vomitar de reproches. La amargura y el dolor les puede y cada uno de ellos reacciona ante el conflicto de una forma diferente, todo un símbolo de lo que está sucediendo ante la crisis económica-social actual: regodearse sufriendo la tragedia o intentar huir de ella, a cualquier precio y por cualquier medio.

El diálogo es así la única acción de un film sobre el que arreciará el sambenito de “teatral”. Una conversación/discusión que es también el andamiaje de una película que apuesta toda su credibilidad en esta ficha que no siempre está al nivel de emoción, verosimilitud y denuncia que pretende transmitir su directora-guionista. Porque esas palabras intentan abarcarlo todo, desde lo personal a lo político, lo vivido y lo soñado, lo sentido y lo añorado. Y tanta palabrería acaba agotando. Demasiada intensidad, muchas lágrimas -no todas visibles- y mal rollo a bocajarro durante más de noventa minutos pueden acabar ahogando al espectador. Se hubiera agradecido un poquito de ligereza, algún momento de respiro y minutos de relax que hubieran minimizado la incomodidad reinante y cierta reiteración, porque cuando por fin llega ese cálido sol que el personaje de Candela Peña busca con su rostro al principio de la trama, una sensación gélida se nos ha metido en el cuerpo. Algo que seguramente haya buscado provocar Coixet con este ejercicio de estilo, pero que quizás una parte del público no esté dispuesta a soportar.

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