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PELÍCULAS / CRÍTICAS

Madre e hijo

por 

- Calin Peter Netzer compite por el Oso de Oro con una película excepcional que presenta el deleznable itinerario de un niño mimado por su madre

No contento con brillar con regularidad en Cannes, el cine rumano parece que puede hacer lo mismo este año en Berlín, donde Calin Peter Netzer, director que ya dio que hablar con Maria y Medal of Honor [+lee también:
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, compite por el Oso de Oro con Madre e hijo [+lee también:
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: una película excepcional con un guion rico y preciso apoyado una vez más en unos diálogos extraordinarios, casi imponentes, que ponen en marcha los mecanismos particulares de esta sociedad tan rígidamente procedimental como desesperadamente corrupta.

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El personaje principal, Cornelia (Luminita Gheorghiu), es una madre de unos 60 años de edad que pertenece a la alta sociedad, culta, rica y de un egoísmo repugnante. Cabría pensar, al oírla lamentarse en la escena de apertura, que es víctima de la ingratitud y el mal comportamiento de todos los hombres que la rodean, en especial de su hijo Barbu (Bogdan Dumitrache), el niño de sus ojos, de unos 30 años de edad, vil, cobarde y perezoso, que ni siquiera se dignará a acudir a su fiesta de cumpleaños. Al espectador no se le da la ocasión de compartir ese sentimiento de importancia del que hacen gala en seguida Cornelia y su entorno (al fin y al cabo, ¿no proviene de "sin nobleza" la palabra esnobismo?), exacerbado por las continuas referencias a sus "contactos" y la gran cantidad de llamadas que requiere su cultivo.

De pronto, el preludio para violonchelo de Bach que Cornelia tiene por timbre de llamada le anticipa una noticia horrible: Barbu, en un accidente por exceso de velocidad, ha atropellado y matado a un niño. Cornelia está aterrorizada: ¡esto podría poner en peligro la futura carrera de médico de su hijo! La escena en la comisaría de policía que sigue al aviso es especialmente abyecta; en ella queda expuesto lo repugnantes que son madre e hijo asesino a la hora de hacer los tests correspondientes, responder a las preguntas y obedecer los procedimientos de la investigación. Barbu, que tiene una fobia a las bacterias tal que se niega a que le toquen sin ponerse antes unos guantes o esterilizar la habitación, se siente ultrajado cuando pretenden hacerle un test sanguíneo sin haberle garantizado que la aguja es reglamentaria y nueva. Tanto a él como a su familia les parece escandaloso que los agentes se permitan tratarlo de la misma forma que al resto de ciudadanos.

Previo acuerdo con la novia de Barbu, Cornelia opta, como siempre, por proteger a su infeliz hijo, al que han fatigado enormemente el accidente y las fricciones posteriores con la pobre familia de la víctima. Ambas mujeres aceptan tomar las riendas de la situación y negociar un falso testimonio (en una escena de tejemanejes que constituye otro parangón de la bajeza humana), financiar el entierro y convencer a Barbu de acudir a la ceremonia para tener más probabilidades de sortear la probable sanción penal. La madre no descuida detalle alguno: ningún secreto escapa a su vigilancia intrusiva. Su formación como decoradora de platós de rodaje le vale para saber cómo alterar y manejar las apariencias.

Mientras ella "se las apaña" con unos y otros, el espectador se percata de su responsabilidad real en la cobardía de su hijo. El embrión de una toma de conciencia empieza a brotar en el seno de este, pero la perspectiva de la que carece Barbu otorga a Cornelia el fundamento del último acto de su empresa: un alegato lloroso, de madre a madre, que dirigirá a los progenitores de un niño que ha sido despedazado en la carretera como un perro. Esta familia valiente aún tiene otro retoño; ¡a Cornelia no le queda más que Barbu! Naturalmente, el público de Berlín salió de la proyección boquiabierto.

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(Traducción del francés)

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