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CANNES 2013 Competición

A Castle in Italy: el árbol que va a caer

por 

- Valeria Bruni-Tedeschi muestra su sensibilidad a la hora de presentar a una familia rica, atrapada por el tiempo y el desasosiego de la existencia.

A Castle in Italy: el árbol que va a caer

"Es una familia de degenerados, de niños asquerosamente mimados. ¡El príncipe y la princesa de Castagneto!" ¿A quién se refiere el jardinero de A Castle in Italy [+lee también:
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, dirigida por Valeria Bruni-Tedeschi y presentada a concurso en el 66º Festival de Cannes? De Louise y Ludovic, los herederos de la familia Rossi Levi, un "imperio" italiano "vendido a precio de ganga" tras la muerte de su padre, un industrial. Lo que queda, no obstante, permiten a la hermana y al hermano (ambos de unos cuarenta años), así como a su madre, llevar una vida holgada entre su castillo en los alrededores de Turín y sus cómodos pisos en los mejores barrios de París. Pero los ricos no son menos humanos por ser ricos y también lloran.

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La directora y protagonista profundiza una vez más en la inspiración autobiográfica que irrigaba sus dos primeros largometrajes (Es más fácil para un camello… [+lee también:
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, presentada en la sección Un Certain Regard de Cannes en 2007) y evoca en tres estaciones (primavera, otoño e invierno) el fin del mundo, de la vida en el castillo, de la juventud y de sus juegos arrogantes: una página que se vuelve en mitad de la pérdida y de una búsqueda existencialista un tanto desesperada, si bien tratada sin pathos de ningún tipo y filmada por Valeria Bruni-Tedeschi como una mezcla de vals y hesitación nostálgica entre el desgarro de dolor y el pasado feliz y la dificultad de encontrar una salida hacia el futuro. En este hueco que se abre, estéril y mórbido, con sacudidas frenéticas para hacer renacer algo o dar los últimos coletazos, los vínculos familiares se concentran en lo esencial de la misma manera en que la directora no busca aumentar artificialmente la densidad de su trama y se esfuerza en acercarse al realismo, a menudo deshilvanado, de la existencia.

Louise (Valeria Bruni-Tedeschi) está un poco perdida y siempre se muestra al borde de la histeria. No tiene marido ni hijos ni trabajo desde que abandonó su carrera de actriz. Clama querer "dar espacio a la vida en su vida", carcomida por la angustia de no tener hijos, y trata de encontrar una solución en una práctica totalmente desordenada de la religión, cuyos estrictos principios jamás aplicó realmente. Es rica pero el mantenimiento del magnífico castillo de su infancia cuesta demasiado (10.000 euros al mes más los gastos de personal, pagados en francos suizos). Además, una investigación fiscal amenaza con tocar unos dividendos no declarados de la familia que no encajan con el fastuoso tren de vida que llevan. Por si fuera poco, su querido hermano, Ludovic (Filipo Timi), tiene sida. En su desmoronamiento ("¿verme morir?"), apunta la idea de transformar en museo los dominios que atan a los Rossi Levi a sus raíces italianas, contrariamente al criterio de su madre (Marisa Borini), que se enfrenta a sus hijos incoherentes ("¡sois unos idiotas!"). Hay que decir que no hay una falta total de recursos: podremos ver a la familia vendiendo un Bruegel por 2,6 millones de euros; pero como dice el adagio, el dinero no da la felicidad y Louise trata de conjurar sus miedos para lanzarse en un amor muy romántico con el joven Nathan (Louis Garrel), casi veinte años menor que ella, y hacer todo lo posible por quedarse embarazada. Pero al igual que el castaño enfermo en el jardín del castillo, el árbol familiar terminará por derrumbarse.

Filmada con mucha destreza en unos decorados magnificados por la luz de la fotografía de Jeanne Lapoirie, A Caste in Italy destila un encanto melancólico aderezado con toques de comedia a cargo del personaje de Louise (blanco de continuas contradicciones fruto de sus impulsos) y mensajes subyacentes (por ejemplo, la canción que dice "cuando el pueblo tiene hambre, es hora de la revolución"). Secundada por unos buenos actores (sobre todo, Xavier Beauvois y Céline Salette), Valeria Bruni-Tedeschi sigue explorando con afecto el desasosiego inherente al ser humano, la adicción al paso del tiempo y las nociones de falta y de perdón: cuestiones filosóficas omnipresentes en el fondo de una película (que hace un guiño a la escena final de Blow-Up, de Antonioni) cuyo verdadero corazón es el ausente: el padre.

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(Traducción del francés)

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