Día tras día, Stavros sube las persianas metálicas de su estanco, coloca los periódicos en el escaparate y ordena las sillas en las que él y sus amigos se sentarán todo el día mirando a un cruce de caminos polvoriento rodeado de edificios grisáceos con sus tiendas en los bajos. En la acera de enfrente, su perro Patriote ladra, para el orgullo de sus dueños, cada vez que pasa un albanés. En efecto, a Stavros y sus amigos no les gustan mucho los extranjeros, ni siquiera aunque hagan el trabajo que los griegos se niegan a realizar, como tampoco les gustan esos chinos que se han instalado en el barrio. A la entrada de la tienda, la madre de Stavros se muere de aburrimiento en su sillón a pesar de los cuidados y el amor que le profesa su servil hijo. Esta rutina da un vuelco cuando la madre cae en los brazos de un trabajador albanés llamándolo “¡Mi hijo!” en albanés. Y es que, ¿qué sabe realmente Stavros de sus padres? Su madre siempre le contaba que cuando su padre murió en el norte, ella se fue a vivir a Atenas cuando él sólo tenía un año. Ahora los amigos de Stavros le miran con recelo: ¿es griego o albanés? ¿Tiene derecho a entonar la cancioncilla racista “albanés, albanés, griego nunca serás…”?