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PELÍCULAS / CRÍTICAS

Silencio en la Nieve

por 

- Gerardo Herrero adapta una novela policíaca focalizada en la División Azul, aquel ejército de voluntarios enviado por Franco a luchar al frente ruso durante la II Guerra Mundial.

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, de Juan José Campanella, y más de un centenar de títulos de cineastas europeos como Alain Tanner, Manoel de Oliveira y Ken Loach, además de hispanoamericanos como Arturo Ripstein, Marcelo Piñeyro y Francisco J. Lombardi, se enfrenta en su decimoquinta película como director con el reto de trasladar a imágenes las subyugante novela El tiempo de los emperadores extraños, de Ignacio del Valle. Gerado Herrero es ya un experimentado adaptador de libros al cine, pues es también el responsable directo de, entre otras, Malena es un nombre de tango (a partir del manuscrito de Almudena Grandes), Territorio comanche (Arturo Pérez Reverte) y Las razones de mis amigos (Belén Gopegui).

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Ahora Herrero ha llevado a su equipo técnico y artístico hasta los helados paisajes de Lituania para recrear un comportamiento, un clima y una época dominados por la locura, la paranoia y la desconfianza. En ese ambiente gélido se produce un crimen: un soldado aparece asesinado, con una enigmática inscripción, realizada con el filo de un arma blanca, sobre su pecho: “Mira que te mira Dios”. Parece el comienzo de una canción, que otros cadáveres irán completando. Las autoridades militares encomiendan la investigación interna al soldado Arturo Andrade (Juan Diego Botto), inspector de policía republicano en sus tiempos de civil, que será secundado por el sargento Estrada (Carmelo Gómez), de ideología franquista. Ambos hombres tendrán que dejar de lado sus diferencias políticas para enfrentarse a un enemigo que se encuentra camuflado entre ellos, mientras alrededor estallan las bombas de una contienda que se cobra muchas más vidas que ese serial kyller.

Esa podredumbre en forma de asesino en serie que diezma a la División Azul desde dentro simboliza la estupidez que forma parte intrínseca de toda contienda. Porque en la División Azul enviada por el general Franco a combatir junto a los alemanes se reunieron voluntarios de toda procedencia, movidos por los más variados motivos: para unos hombres era una aventura, para otros, una forma de escapar o de lavar culpas, incluiso huir del hambre, sin faltar los muy concienciados políticamente. La tensión se mascaba pues no sólo en el campo de batalla, sino incluso en los barracones.

Gerardo Herrero ha enfatizado la frialdad infrahumana de unas condiciones de lucha que ponían al hombre en el filo de sus límites físicos y psicológicos. También hace un retrato de la camaradería, la que se acaba estableciendo entre dos hombres que deben trabajar juntos aunque a priori no tengan nada en común, algo que hemos visto en numerosas buddy movies (Seven es aquí un claro referente). Para rematar su planteamiento con una atmósfera enrarecida y viciada no sólo por unos crímenes que huelen a venganza, sadismo y depravación, sino también por el poco apego a la vida de algunos soldados, la corrupción interna de las tropas, la soledad carente de sentimientos que se sufre en tales circunstancias y la desesperada búsqueda de respuestas a algo que no tiene razón de ser.

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, que se cierra con fotografías reales de la División Azul, se abre con una imagen arrebatadora: un paisaje nevado presidido por unos caballos congelados, como estatuas retorcidas atrapadas en un lago. Una estampa fascinante, bellísima y terrorífica a la vez, que parece irreal pero es tremendamente cruel.

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