Crítica: Solitude
por David Katz
- El primer largometraje de Ninna Pálmadóttir es un ligero y amable retrato de un melancólico granjero que busca conectar con su entorno al volver a Reikiavik
Cuando una persona tiene a sus animales como única compañía durante varias décadas, por muy entregada y cariñosa que sea su relación con ellos, es comprensible que su comportamiento hacia los humanos siga el mismo camino. Esto es lo que Ninna Pálmadóttir insinúa en su ópera prima, Solitude [+lee también:
tráiler
entrevista: Ninna Pálmadóttir
ficha de la película], estrenada en la sección Discovery de Toronto, donde aprovecha para ofrecer unas impresiones críticas, pero también optimistas, sobre su país natal, Islandia. Con el prestigioso cineasta islandés Rúnar Rúnarsson como único guionista, Pálmadóttir firma una ópera prima absorbente y bien acabada, en la que explora numerosos temas de interés nacional, como la urbanización del país y su respuesta a la crisis de los refugiados, evitando los tópicos y el exceso de familiaridad.
El protagonista favorito del cine islandés moderno es el silencioso “hombre de la montaña”: envejecido, pero autosuficiente; brusco, pero con buen corazón, y tal vez con problemas de alcoholismo, un temperamento irascible o algún otro tipo de defecto o trauma enterrado. Gunnar (Þröstur Leó Gunnarsson), la versión de Pálmadóttir y Rúnarsson de este arquetipo, se define especialmente por su sentido de la inocencia, hasta el punto de que su comportamiento no siempre resulta plausible o realista, por muy convincente que sea la ambientación. Como un personaje salido de un cuento de hadas, Gunnar recibe su particular “huevo de oro”: 150 millones de coronas por parte del gobierno, que embarga sus vastas tierras de cultivo, gradualmente inutilizables debido al paso del agua de una presa hidroeléctrica. Ante esta situación, Gunnar se traslada a una zona suburbana de Reikiavik y compra una pequeña casa familiar. Demostrando su particular carácter, decide quedarse con los muebles y la decoración de los antiguos inquilinos.
A partir de ese momento, Gunnar se embarca en una serie de pequeñas aventuras chaplinescas, que poco a poco van adoptando un tono más oscuro. Alarmado porque el gobierno islandés está deportando a refugiados afganos que han cruzado ilegalmente la frontera, nuestro héroe retira inmediatamente 50 millones de coronas en efectivo de su banco, con la intención de donarlos a un grupo activista. “¿Quiere que un guardia de seguridad le escolte de vuelta a casa?”, le pregunta amablemente y bromeando el director del banco. Aun así, el punto clave de la trama es la incipiente y problemática relación de amistad que mantiene con Ari (Hermann Samúelsson), un niño solitario de diez años que vive en la casa de enfrente, mientras sus padres separados se esfuerzan por encontrar un acuerdo estable de crianza compartida.
Un inocente saludo con la mano cuando se ven por la calle acaba derivando en Gunnar cuidando y alimentando a Ari en su propia casa, después de que el chico pierda sus llaves. En una escena agradable y plácida, desprovista de todo valor simbólico, ambos juegan al ajedrez en un tablero antiguo. No representa nada, no es un mensaje en clave nacional ni generacional, es simplemente un pasatiempo divertido. Por otra parte, lo que sí genera cierta incomodidad es el interés de Gunnar por cuidar de él y acompañar a Ari a lugares como el centro comercial o sus partidos de fútbol juvenil, mientras que su madre Unnur (Anna Gunndís Guðmundsdóttir) agradece la ayuda en un principio.
Al observar el florecimiento de esta relación, podemos sentir una tensión desproporcionada en comparación con la forma en que Pálmadóttir rueda y escenifica en pantalla los acontecimientos. El hecho de que el propio Gunnar parezca un personaje de fábula, desprovisto de trasfondo (intencionadamente o no), tampoco ayuda a la capacidad de persuasión de la historia. Sin embargo, la directora logra evocar las tribulaciones existenciales de la Islandia moderna, que se apoya en un pasado mítico mientras mira hacia un futuro con un vasto potencial, y cuyo cine a menudo se adentra en territorios más oscuros, al igual que la luz del día, cada vez más escasa.
Solitude es una coproducción entre Islandia, Eslovaquia y Francia, producida por Pegasus Pictures, nutprodukcia, Jour2Fête y Halibut. The Party Film Sales se ocupa de las ventas internacionales.
(Traducción del inglés)