CANNES 2025 Semana de la Crítica
Crítica: Kika
por Aurore Engelen
- CANNES 2025: En su primer largometraje de ficción, Alexe Poukine esboza el retrato tragicómico de una joven que no puede pararse por miedo a caerse

La Semana de la Crítica del 78.º Festival de Cannes ha acogido el estreno mundial de Kika [+lee también:
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ficha de la película], el primer largometraje de ficción de la cineasta Alexe Poukine, que ya llamó la atención con su mediometraje Palma (premiado en Clermont-Ferrand), así como con sus documentales Sans frapper [+lee también:
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ficha de la película] y Sauve qui peut [+lee también:
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ficha de la película], que, cada uno a su manera, abordaban el papel de la escucha y la palabra en la gestión del trauma. Kika continúa esta reflexión sobre la vulnerabilidad, y lo hace a través del retrato singular —pero de resonancia colectiva— de una joven que, lastrada por la vida material, ama y sufre al mismo tiempo, pero acaba encontrando en su camino respuestas a preguntas que ni siquiera se atrevía a plantearse.
La película comienza como una comedia romántica, un flechazo provocado por el azar, un encuentro incandescente, de esos que cambian la vida. Kika (Manon Clavel) y David (Makita Samba) se aman, aunque mantener una relación extramatrimonial no es precisamente sencillo, puesto que requiere recursos y buen sentido de la organización. Aun así, uno siempre quiere ver cómo continúa todo, cómo esa atracción fulminante acaba transformándose en una relación. Sin embargo, en este caso, esa atracción se ve truncada de forma repentina, y la trayectoria de Kika se ve bruscamente desviada. Se encuentra de luto, embarazada y endeudada, preguntándose qué hacer con la comida que ha sobrado tras el funeral, como si una nube de humo ocultara la violencia del dolor que la invade. Al verse acorralada, Kika opta por una solución poco ortodoxa. Ella, que trabajaba como asistente social, cuya función no era otra que la de aliviar el sufrimiento material de los demás, descubre que también se puede cobrar por hacer sufrir a otros. Así, a trompicones, Kika logra salir adelante como puede, cargando con el dolor ajeno, hasta acabar por aceptar el suyo propio. Porque quizá, en última instancia, la vida consiste en mantener el equilibrio sobre una cuerda tensa hecha de dolor, del dolor que sufrimos y el que infligimos, conscientemente o no.
Ya en sus documentales, la palabra y la escucha eran fundamentales en el enfoque cinematográfico de Alexe Poukine. Aquí se vuelve a producir ese vaivén, ese flujo y reflujo de sentimientos, del emisor al receptor, hasta que todo se mezcla. Tanto en su trabajo oficial como en su nueva ocupación, Kika es la que recibe, y a veces de forma excesiva. ¿Qué hacemos con el dolor de los demás? ¿Qué hacemos cuando ese dolor despierta el nuestro? Son preguntas existenciales que la cineasta aborda con tanta naturalidad como profundidad, integrándolas en un día a día en el que la realidad no se pliega ante la ficción, en el que la historia está anclada y situada en la vida real. La puesta en escena de la película resiste con ternura y cierta suavidad al formato de retrato, avanzando a tirones, permitiéndose elipsis a veces vertiginosas. Kika se encuentra en el centro de una constelación humana en la que todas las perspectivas son ricas y se presentan con sensibilidad. Cada una de ellas esconde tras de sí también una especie de verdad sobre la vida, pero también sobre la propia Kika. En el núcleo del reactor, Manon Clavel ofrece una interpretación vibrante, cuya agilidad hace posible esta mezcla radical de géneros en la que la comedia compite constantemente con el drama, como para recordarnos que, en la vida, a veces reímos, otras lloramos, y otras hacemos ambas cosas a la vez.
Kika ha sido producida por Wrong Men (Bélgica) y coproducida por Kidam (Francia). Las ventas internacionales de la película corren a cargo de Totem Films.
(Traducción del francés)
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