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LOCARNO 2025 Competición

Crítica: Dry Leaf

por 

- Las personas y los lugares se fusionan en el segundo largometraje de Alexandre Koberidze, que narra una serie de encuentros en un tranquilo viaje por carretera en la Georgia rural

Crítica: Dry Leaf

Cuando se quiere, se puede, y donde hay vida, hay un campo de fútbol. Con su segundo largometraje, Dry Leaf [+lee también:
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(el título hace referencia al término futbolístico “folha seca”, un golpe especial que hace que la trayectoria del balón sea impredecible), el cineasta georgiano afincado en Berlín Alexandre Koberidze despierta un deseo innato de apreciar el mundo que nos rodea, del que poco a poco nos hemos ido alejando como a la deriva. Dry Leaf, que compite por el Leopardo de Oro en el Festival de Locarno de este año, llega tras ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? [+lee también:
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, el aclamado debut del guionista y director, que fue presentado en la Berlinale de 2021.

“¿Hay algún campo de fútbol por aquí?”, pregunta una y otra vez Irakli (el padre del director, David Koberidze) en cada pueblo al que llega, mientras recorre la Georgia rural en busca de su hija desaparecida, Lisa, una fotógrafa deportiva de la que se supo por última vez que estaba retratando este tipo de campos. Le acompaña Levan, su amigo invisible, que se sienta en el asiento del copiloto e interviene amablemente cada vez que Irakli se desvía en exceso. Muchas de las personas con las que se cruzan también son invisibles, lo que se hace evidente más adelante, cuando Irakli parece deambular completamente solo.

Nos adentramos en este mundo a través de la hipnótica banda sonora percusiva de Giorgi Koberidze, que se contrarresta con un piano disonante y sintetizadores. Así, la película va evolucionando hasta convertirse en una obra totalmente musicalizada a través de una serie de leitmotivs reconocibles. Con fotografía a cargo del propio director, Dry Leaf se rodó íntegramente con un móvil Sony Ericsson, un modelo que salió al mercado en 2005. Contemplamos así paisajes e interacciones desde una perspectiva visual distanciada de la vida cotidiana y, sin embargo, el encanto de estos campos pixelados persiste más que nunca. A la campiña georgiana —a veces de un amarillo reseco, otras de un verde exuberante— no le faltan los animales: primero gatos, luego perros, vacas, caballos y muchos más, de modo que se genera una sensación de lugar entrañable en el que nos sentimos seguros.

Puede que las tres horas de metraje vayan a contracorriente de la necesidad de estimulación constante del espectador medio, pero le lleva a encontrar alegría en los placeres más sencillos, que a menudo son los más sublimes de todos: un breve encuentro entre un niño y un ternero, la escena en la que Irakli lava cuidadosamente su coche, el agua que corre por la ventana y revela el paisaje que se extiende detrás... Más adelante, Koberidze introduce una reflexión sobre nuestra rápida desvinculación de aquello que valoramos como humanidad —la cultura, el deporte, la vida—, sustituido por una modernización tecnológica acelerada y la explotación de la tierra con fines lucrativos.

Lo más llamativo de esta película es la serie de —supuestas— contradicciones que presentan tanto la forma como el contenido de la misma: por ejemplo, parece una paradoja fundamental proyectar una película con imágenes intencionadamente granuladas y de supuesta “mala calidad” en 2K. Y, sin embargo, las imágenes rodadas con el móvil rara vez evocan un diario en vídeo, sino todo lo contrario, ya que los planos de Koberidze son increíblemente estables y están compuestos con precisión. Del mismo modo, la búsqueda de Irakli y su amigo invisible de una persona desaparecida desprende una ironía que luego se descarta como superficial. Koberidze nos conduce con suavidad a perturbar nuestra necesidad de reconciliarnos con la hermosa incompletitud del mundo: dejemos de pensar tanto y centrémonos en sentir.

Dry Leaf es una producción germano-georgiana de New Matter GmbH, y las ventas internacionales de la película corren a cargo de Heretic.

(Traducción del inglés)

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