Crítica: Solitary
por Fabien Lemercier
- Eamonn Murphy analiza con una cortante simplicidad y un suspense con toques de paranoia las ansiedades no expresadas de un granjero viudo que vive aislado

“¿Estrés? – A veces – ¿El sueño? - Poco”. La vejez, con sus sucesivas muertes de seres queridos, la inevitable distancia respecto de las generaciones más jóvenes que viven sus propias vidas, la ralentización de todo lo físico y la reducción de los círculos sociales, dista mucho de ser un camino de rosas, y la conciencia de nuestra propia vulnerabilidad puede desgastar la más impenetrable de las armaduras mentales. Sin embargo, puede cobrar proporciones aún más perturbadoras cuando acechan otras amenazas. Ese es el tema de Solitary [+lee también:
entrevista: Eamonn Murphy
ficha de la película], el primer largometraje de Eamonn Murphy, ambientado en el rural de la provincia irlandesa de Leinster y galardonado como mejor largometraje independiente irlandés en Galway antes de su estreno internacional en la competición del 26.º Arras Film Festival.
“No tenemos que hablar. Podemos quedarnos sentados en silencio si lo prefieres”. Brendan (Gerry Herbert) es un hombre de muy pocas palabras. Viudo desde hace cinco años, este granjero está encadenado a la rutina diaria, desde la gestión de sus vacas lecheras hasta pequeñas escapadas al pueblo para hacer los recados, asistir a la misa dominical, una breve visita al pub o echar una mano a su vieja amiga Peg (Frances Blackburn). Con todo, el hombre no se queja, guarda su profundo dolor para sí y soporta estoicamente la soledad con su radio en la cocina, su perro Boots y el incesante tic-tac del reloj. Aunque está arropado por su cariñosa hija Siobhán (Cate Russell), que quiere mudarse a Dublín y propone en vano a su padre irse a vivir con ella, por Shane (Cailum Carragher), que pronto vendrá a ayudarle en las jornadas de trabajo en la granja, y por el policía William (Emmet Kelly), que vela por él a distancia, Brendan está profundamente solo.
La situación no es mejor por la noche, porque en el corazón de los Midlands, en el condado de Laois, no hay un alma en los alrededores de su casa y el menor ruido (el ronroneo de un motor, pasos, un desconocido en la puerta pidiendo una rueda de repuesto…) lo despierta, dejándolo inquieto y en alerta. Un estado de hipervigilancia que empeora cuando un día entran a robar en su casa, y aún más cuando posteriormente presencia una violenta agresión en el pub (que se cobra la vida de su viejo amigo, el dueño del local) perpetrada por tres ladrones que desaparecen tras amenazarle con posibles represalias (“conozco tu cara”). Poco a poco, Brendan se atrinchera y adquiere la costumbre de deambular por la casa de noche, martillo en mano…
Filmada en planos fijos que favorecen la expresividad (mención especial para el actor protagonista, cuyo carisma llena la pantalla) por encima de la agitación de los diálogos, Solitary es una película muy sencilla, realista y emotiva sobre las cicatrices del paso del tiempo, la obstinación comprensible pero arriesgada por mantener la autonomía a toda costa, y la dificultad de comunicar el malestar interior, incluso a los más cercanos. La película está impregnada del perfume trágico de una vida que se acerca a su fin y de una existencia cotidiana extremadamente vacía. El director explora sus matices más delicados mientras dota a la historia de un aire de tensión, introduciendo con habilidad elementos del cine de género (delincuencia e investigación policial, una atmósfera nocturna opresiva que por momentos roza el cine de terror), reforzados por la música de Jonathan Casey. Un conjunto que convierte esta película autoproducida y de muy escasos medios en un buen ejemplo de cine capaz de decir mucho con poco.
Solitary es una producción de Prophecy.
(Traducción del francés)
¿Te ha gustado este artículo? Suscríbete a nuestra newsletter y recibe más artículos como este directamente en tu email.






















