Crítica: Silent Flood
por Savina Petkova
- El director de Pamfir, Dmytro Sukholytkyy-Sobchuk documenta una comunidad pacifista que habita un cañón fluvial en la Ucrania occidental

Dmytro Sukholytkyy-Sobchuk, cuya ópera prima de ficción, Pamfir [+lee también:
crítica
tráiler
entrevista: Dmytro Sukholytkyy-Sobchuk
entrevista: Dmytro Sukholytkyy-Sobchuk
ficha de la película], causó sensación en 2022 y fue nominada a los European Film Awards, presentó su primer largometraje documental, Silent Flood [+lee también:
entrevista: Dmytro Sukholytkyy-Sobchuk
ficha de la película], dentro de la competición internacional del IDFA este año. Tras el cortometraje documental Liturgy of Anti-Tank Obstacles, encargado por The New Yorker, Silent Flood supone en cierto modo una continuación para Sukholytkyy-Sobchuk, aunque Pamfir fuera una obra de ficción. Tan exigente y estilizada como su anterior película, Silent Flood bien podría ser uno de los documentales estéticamente más rotundos del año, sin desviarse nunca hacia el esteticismo excesivo. En el centro encontramos a personas y su relación con el paisaje: un cañón fluvial en el oeste de Ucrania, donde la tierra conoce las crecidas y la sangre, pues por allí pasaron las líneas del frente de ambas Guerras Mundiales.
El director ucraniano mantiene cierta distancia, ya que él y sus colaboradores en la dirección de fotografía (Ivan Morarash, Oleksandr Korotun y Viacheslav Tsvietkov) prefieren los planos generales a los primeros planos, sobre todo cuando se trata de la naturaleza; no hay voz en off ni interferencias que distraigan al espectador de las personas filmadas, miembros de una comunidad pacifista que reflexionan sobre los ciclos de avances violentos, ya sean las crecidas del río Dniéster o los ejércitos en guerra, mientras crían a sus hijos entre esas fuerzas opuestas.
Episodios enmarcados como cuadros pictóricos exhiben las pinceladas maestras de la cámara, y aunque los planos secuencia estáticos de paisajes se hayan convertido últimamente en el enfoque estético preferido de no pocos documentales (varios ucranianos), Silent Flood traslada la belleza que la propia comunidad ya percibe. La forma cinematográfica, en este caso, es muy prominente, pero el documental no está estilizado per se, ya que la escala de los planos y la distancia de la cámara atenúan el tradicional sentimiento de desapego asociado a un formalismo más estricto. Por otro lado, están también las propias voces de los aldeanos cuando narran o conversan, que se prolongan de una secuencia a otra y contribuyen no solo a la continuidad de la película, sino también a su cadencia poética.
Además de esculpir estampas de la vida del pueblo a través del trabajo ritual de la tierra, acompasado a los amaneceres y atardeceres, la película también deja espacio para la intimidad de los interiores. Una larga secuencia de cena, que tiene lugar justo después de entregar hogazas de pan casero al frente, es un ejemplo notable del enfoque “slice of life” adoptado por el documental, y al mismo tiempo evidencia una conciencia de las reglas éticas del rodaje. La cámara está presente, pero nunca es intrusiva: capta las conversaciones de la mesa, pero no insiste en filmar rostros, presumiblemente por respeto y para proteger a quienes se exponen en el frente. En los detalles de lo que muestra la película, queda claro que Dmytro Sukholytkyy-Sobchuk tiene talento para amplificar historias personales a través del medio cinematográfico, y esto incluye los relatos contados por y a través de la propia tierra. Silent Flood se sitúa en un espacio intermedio: el vínculo entre el ser humano y la naturaleza, así como entre el pasado y el futuro.
Silent Flood es una producción de TABOR (Ucrania) y Elemag Pictures (Alemania).
(Traducción del inglés)
¿Te ha gustado este artículo? Suscríbete a nuestra newsletter y recibe más artículos como este directamente en tu email.




















